Vivimos tiempos interesantes. Con la posibilidad de estar siempre “conectados” cada vez tenemos acceso más inmediato a la información, internet está disponible hasta en la playa y tenemos toda clase de dispositivos que caben en un bolsillo y nos permiten acceder a cualquier contenido con el suave movimiento de un dedo. Y no me quejo, soy parte de esos fans de la tecnología que disfrutan estas posibilidades y espera por las próximas (aunque debo decir que a veces el efecto alienante prende mis alarmas pero, como dice Michael Ende, esa historia será contada en otra ocasión…).
Volviendo a nuestro asunto, no deja de sorprenderme lo que toda esta avalancha tecnológica genera en nuestra percepción de nosotros mismos. Vivimos en medio de una falsa y creciente sensación de poder, en la que los seres humanos creemos que controlamos nuestras vidas.
En tiempos que nos parecen ya lejanos, donde la tecnología se concebía de una manera totalmente diferente a la actual, Sigmund Freud definió tres grandes heridas narcisistas de la humanidad. La primera fue la teoría heliocéntrica de Copérnico, que le quitó a la tierra el estatus de centro del universo. La segunda fue la teoría de la evolución de Darwin, que demostró que los seres humanos provenimos de los simios y que somos un eslabón en una larga cadena evolutiva de seres vivientes. Y la tercera gran herida a nuestro narcisismo como especie fue el descubrimiento del inconsciente, con el que Freud demostró que no somos dueños de todas nuestras acciones y comportamientos.
Lo interesante es que con un Ipad en la mano esto se nos olvida por completo. Se nos olvida que seguimos siendo en gran parte seres inconscientes y que aun habitan y seguirán habitando en nosotros los resquicios del hombre primitivo. Y se nos olvida también que no es necesario todo un complejo sistema de información y comunicación para influenciar nuestros comportamientos y decisiones.
Regresando a lo básico, hablemos de nuestros sentidos, esos instrumentos de altísima tecnología que nos permiten movernos por el mundo. Pero entremos por ahora en el olfato, un sentido a veces subestimado y nublado por miles de años de evolución, pero muy presente a nivel inconsciente.
En primer lugar, el olfato es el único sentido que no podemos neutralizar. Podemos cerrar los ojos para no ver, cerrar la boca para no sentir ningún sabor y hasta quedarnos quietos y en silencio para no tener sensaciones táctiles ni auditivas. Pero la única cosa que no podemos hacer es dejar de respirar, siendo el olfato el único sentido directamente asociado a una función vital.
A pesar de que en el hombre actual la visión y el oído son los sentidos más desarrollados, no siempre fue así. Nuestros ancestros tenían un cerebro olfativo, llamado rinencéfalo, altamente desarrollado, que les permitía sentir el olor de los depredadores a grandes distancias. Además, como mecanismo de supervivencia, se sabe a partir de los estudios del arqueólogo Richard Leakey, que el hombre primitivo expelía un olor muy fuerte que alejaba a los depredadores.
Es claro que esa desarrollada capacidad olfativa se mantiene en los animales. El salmón, por ejemplo, es capaz de sentir el olor de sus huevos a kilómetros de distancia y nadar contra la corriente hasta encontrarlos, guiándose por el olfato.
También son muy conocidas las historias de perros y otros mamíferos capaces de prever una tormenta o un terremoto horas antes de su aparición. Su olfato altamente desarrollado les permite sentir variaciones en la humedad del aire y otros cambios imperceptibles para los humanos.
Pero, a pesar de que en el hombre moderno el olfato se convirtió en el sentido menos desarrollado, siendo el rinencéfalo en nuestro cerebro sólo un vestigio del cerebro olfativo del hombre primitivo, este sentido continúa siendo fundamental en muchos de los procesos del hombre actual.
Por su naturaleza primitiva, el vestigio del rinencéfalo en nuestro cerebro está íntimamente relacionado con el sistema límbico, regulador de las emociones. Sucede entonces que un aroma determinado puede generar automáticamente una emoción en nosotros, sin que sepamos conscientemente cuál fue la asociación que nos llevó a sentirla.
A través del olfato se pueden generar reacciones instintivas y disparar emociones automáticamente, pero además este sentido tiene un vínculo importante con la memoria (como Proust magistralmente lo ilustró). Creo que a todos nos ha pasado que sentimos un perfume de alguien que pasa a nuestro lado y recordamos inmediatamente a una persona o una situación específica. De hecho, como lo menciona Diane Ackerman en su maravilloso y muy recomendado libro “Historia Natural de los Sentidos”, se ha comprobado que la pérdida de olfato puede ser un síntoma de la posterior aparición de Alzheimer.
Además de todo lo anterior, el olfato también es fundamental en la regulación de los ciclos hormonales. Por ejemplo, las monjas de un convento suelen coincidir en los mismos días de ciclo menstrual debido a una autorregulación olfativa a partir de la convivencia enclaustrada.
Los humanos, así como muchos animales, expelemos feromonas, sustancias altamente relacionadas con la atracción sexual, hecho bastante conocido y aprovechado por los fabricantes de perfumes. Un perfume es percibido desde nuestra naturaleza más primitiva, sin pasar por un análisis racional.
Pero hoy en día prácticamente hemos perdido nuestro olor natural, a partir de la cantidad de productos disponibles en el mercado para anular cualquier evidencia de olor corporal, lo que muchas veces se asocia con problemas de impotencia sexual.
También se ha comprobado en estudios sobre fertilidad, que mujeres que huelen almizcle (olor segregado por algunos mamíferos y relacionado con el cortejo sexual) tienen ciclos menstruales más cortos, ovulan con mayor frecuencia y tienen mayor facilidad para concebir. Este olor está presente en pequeñísimas proporciones en muchos perfumes, ya que es tan fuerte que es casi insoportable para los humanos.
En fin, las implicaciones del olfato en nuestras vidas son enormes, lo cual es bastante claro para la industria publicitaria, que lo ha sabido aprovechar en busca de consumidores cada vez más impulsivos.
En los Estados Unidos es común la práctica de poner aroma de comida en el aire acondicionado de los centros comerciales para atraer a los visitantes instintivamente a las plazas de alimentación (la verdad no creo que sea sólo en los Estados Unidos...).
La cadena de café Starbucks prohibe a sus funcionarios usar cualquier tipo de perfume o loción, para no interferir con el olor de café de sus tiendas que claramente atrae a quien pasa por allí (incluyéndome).
También se sabe que en el área de la finca raíz, los vendedores de casas y apartamentos acostumbran propagar por la cocina un olor de torta recién salida del horno o de galletas recién hechas, llevando a los compradores a sentirse acogidos y seguros, por asociación inconsciente con los días de su infancia, como lo menciona Ackerman.
Y para poner un último ejemplo de manipulación olfativa, los japoneses no se quedan atrás. Descubrieron que los olores ácidos generan mayor productividad en los operarios de las fábricas que realizan trabajos repetitivos y mecánicos. Entonces, en algunas fábricas se expele un olor de limón con ciertos intervalos de tiempo, aumentando de esa manera el rendimiento de los trabajadores y por consiguiente la productividad de la empresa.
Obviamente, estos son sólo unos poquísimos ejemplos de cómo el olfato tiene una incidencia directa en nuestras vidas, pero cuántas otras simplemente no hemos notado.
Probablemente en algún tiempo saldrá alguna aplicación para el Ipad que nos permita identificar estos estímulos olfativos, pero por lo pronto ISmell (yo huelo) es la única manera :)
En todo caso, es útil que recordemos de vez en cuando que nunca tendremos control total sobre nosotros mismos y nuestro entorno. Las heridas narcisistas de Freud continúan vigentes, y seguramente otras cuantas más. El hombre primitivo permanece en las sombras, pero está siempre presente, como el Ipad que manejamos con un dedo...
sábado, 26 de noviembre de 2011
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