Quiero empezar este post con una historia que tal vez muchos de ustedes ya conozcan.
Bután es un pequeño país al oriente del Himalaya que se independizó de la India en 1950. Siendo una nación de arraigadas costumbres budistas, el desarrollo espiritual siempre primó antes que cualquier desarrollo material.
Esta pequeña nación asiática fue la primera en aplicar como medición oficial el Índice Nacional de Felicidad en vez de las mediciones de Producto Interno Bruto adoptadas en occidente.
A diferencia de los índices de desarrollo occidentales basados en ingreso per-cápita, índice de desempleo, índice de analfabetismo, índice de mortalidad, etc., la calidad de vida en Bután se mide según estándares basados en preguntas como: ¿usted se siente una persona valiosa?, ¿Su vida tiene sentido y propósito?, ¿Con qué frecuencia se ríe?, ¿Con qué frecuencia se siente muy feliz?
Este índice llevó a Bután a ser conocido como uno de los países más felices del mundo.
En medio de sus restricciones geográficas y las dificultades para acceder a este pequeño país, Bután pasó décadas aislado de cualquier influencia externa.
En 1999 el rey de Bután, como parte de su política de modernización del país, introdujo la televisión en el pequeño país en el Himalaya, siendo la última nación del mundo en tener este servicio. Tres meses después comenzó la oferta de televisión por cable para que los butaneses tuvieran acceso al entretenimiento global.
Después de haberse mantenido como una nación de arraigadas tradiciones y con poquísimos contactos con el exterior, en 1999 de repente la población butanesa tuvo acceso a 46 canales de cable.
Consecuencias de todo tipo no se hicieron esperar, pero la más tristemente llamativa es que 4 años después, Bután se enfrentaba por primera vez a índices de criminalidad nunca antes vistos en este país. Fraudes, violencia, asesinatos, robos y corrupción, comenzaron a hacer parte de la realidad butanesa.
¿Qué pasó? La población comenzó a ver en televisión por cable estándares de vida diferentes a cualquier cosa que hubieran conocido y modelos occidentales que quisieron imitar. El problema es que intentaron imitar un estándar completamente ajeno e inalcanzable para sus condiciones económicas.
Entonces los jóvenes empezaron a ver la necesidad de usar determinadas marcas, de tener toda clase de artilugios electrónicos, soñar con carros y casas de suburbios gringos. Y como estos objetivos eran imposibles en el contexto económico butanés, la corrupción y criminalidad aparecieron como solución para ganar el dinero necesario para alcanzarlos.
Obviamente esta es una mirada superficial de todo el fenómeno social butanés, pero muestra una realidad que no nos resulta para nada ajena.
En Latinoamérica hemos estado expuestos a influencias externas la vida entera y el consumismo es un gran conocido nuestro, muy cercano por cierto. Ni siquiera sabemos ya qué es propio y qué es ajeno en términos de identidad.
Pero usar esa palabra es difícil, lo sé. Identidad es un término que nos es tan lejano como lo era la televisión para los butaneses antes del 97.
Pasamos la vida buscando algo que podamos llamar propio y que nos defina. Vivimos en un intento desesperado de individualidad, de llegar a ser individuos. Pero, desafortunadamente, caemos en la más absoluta alienación. Sentimos que somos parte de algo cuando todos actuamos de la misma manera, nos vestimos igual, hablamos de los mismos temas, hacemos los mismos chistes y pensamos de la misma forma. Es triste pero real.
Asumimos como propios modelos importados y decidimos que nuestro bienestar depende de imitar a ese modelo en el que todos parecen tan felices.
Pero en realidad no existe un modelo único de felicidad y esto es un problema, especialmente si tenemos en cuenta que saber lo que cada uno de nosotros quiere tiene un prerrequisito dificilísimo: conocernos a nosotros mismos lo más posible.
Esto es tan complicado que, antes que asumir un camino de autoconocimiento, parece mucho más sencillo buscar aquello que todos llaman felicidad, e intentar a toda costa conseguir casas con jardines, niños corriendo bajo el sol y parecernos a top models sonriendo al lado de un carro último modelo.
Pero claro que la felicidad importada, por ser ajena, es inalcanzable. Lo que conseguimos bajo ese modelo nunca es ni será suficiente. Da una corta sensación de bienestar para dar paso de nuevo a la compulsividad y a la frustración.
Todo esto nos aleja a pasos gigantes de nuestra individualidad, o mejor, del camino de la individuación, como lo llamó Jung. Y el problema es que ¡ni siquiera lo vemos como un problema!
Perseguir ese modelo importado de felicidad nos ha llevado al consumismo más absurdo, a ver el cuerpo como un conjunto de prótesis reemplazables e intercambiables, a comprar “estatus” con nuestra tarjeta de crédito Gold o Platino, eso sin hablar de los altos índices de criminalidad de los cuales nuestros países latinos, así como Bután, son un triste ejemplo.
Lo difícil es entender que la felicidad tiene una receta propia para cada uno… y que es nuestra misión descubrirla y tratar de hacer la receta, aunque nos salga mal y se nos queme, o nos quede cruda, o salada, o insípida miles de veces.
Eso parece mejor, en todo caso, que pasar el resto de la vida queriendo comer en Mc Donalds cuando vivimos, sin darnos cuenta, en medio de la abundancia de un bosque tropical.
sábado, 30 de abril de 2011
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